Policiales

El día que “El Gordo” Valor viajó a Tucumán a matar al “Malevo” Ferreyra

La intuición de las mujeres siempre fue mejor que la de los hombres. Por eso, cuando Daniel comentó en su casa sobre sus ganas de regresar a Tucumán, su esposa se opuso. Presumía algo malo, por eso le insistió con quedarse en Buenos Aires. Temía por Mario Oscar “Malevo” Ferreyra, Jefe de la Brigada de Robos y Hurtos, y su comando Atila, un grupo parapolicial que había anunciado un “operativo de limpieza” en la provincia. La discusión entre la pareja fue a fines de 1988.

Daniel “El Cordobés” Carrizo tenía 32 años y había estado preso en Córdoba, Tucumán y Buenos Aires. También había robado en Mendoza, Corrientes y Brasil. Luego de pasar casi tres años en las cárceles de Olmos y Sierra Chica se había sumado a la famosa “Superbanda”, comandada por Luis “El Gordo” Valor y Hugo “La Garza” Sosa.

Con ellos participó de distintos robos a blindados, fábricas y bancos, y al hacer una buena diferencia económica sintió que era momento de bajar un cambio.

En su último robo había recibido un disparo que le dio en un hombro y una oreja. Se desmayó en el acto. Un cómplice alcanzó a rescatarlo. Lo levantó a hombros, lo subió a un auto y lo llevó a una guarida. Una enfermera que atendía a la banda le colocó jeringas con agua oxigenada. Daniel sintió que serían sus últimos minutos con vida. Por eso, no bien se recuperó, vendió la casa que había comprado en Bella Vista y juntó 250 mil dólares de otro robo. Pasó por Córdoba y después sí, pegó la vuelta a Tucumán. No quería arriesgar más. Prefería la tranquilidad de esa provincia y los robos sin armas, que eran su fuerte. Además, la Bonaerense lo buscaba por el robo en el que había sido herido. Se fue con su hijo de cinco años. Quería pasar las fiestas en tranquilad. A los días viajó su mujer. No quería dejarlo solo.

El tiempo le daría la razón a su mujer. O, también, a esa creencia de que las mujeres intuyen mejor que los hombres.

En la madrugada de la noche de reyes de 1989 Daniel sería detenido por un robo en una casa del barrio Padilla. A partir de ahí todo es reconstruido por los diarios de la época y la viuda, que conversa con Clarín. A Carrizo, junto a uno de sus cuñados y otro ladrón, los llevaron a una comisaría de la ciudad. Ahí habría aparecido “Malevo” Ferreyra, con la orden de trasladarlos a la Brigada de Investigaciones de Robos y Hurtos.

Encerrados en distintas celdas, los torturaron y golpearon salvajemente. Daniel falleció. A otro de los detenidos le arrancarían las uñas. Pero aún faltaba más. Sería después de que la familia de Carrizo denunciara torturas, apremios ilegales y pidiera pericias sobre el cuerpo.

“Tucumán: seis encapuchados rocían con ácido al muerto en comisaría”, tituló Clarín en su edición del 12 de enero de 1989. Habían ingresado al Cementerio del Norte a las 4 de la madrugada. Rompieron el vidrio y la cerradura del mausoleo de la familia de Carrizo y revisaron los ataúdes. Al no encontrar el cuerpo que buscaban fueron a la mesa de entrada. Redujeron al sereno, leyeron las planillas de los enterrados y sus respectivos sectores y llegaron hasta el nicho. Lo rompieron, abrieron el cajón y rociaron el cuerpo con cinco litros de ácido corrosivo y media bolsa de cal.

Días después, cuando la provincia no hablaba de otro tema que la muerte de Carrizo y el hecho del cementerio, apareció un cartel escrito a mano en un bar céntrico de la ciudad: “El operativo limpieza está en marcha. Vamos a combatir hasta las últimas consecuencias a las bandas delictivas y a los corruptos integrantes de la Justicia. Será condenado de oficio a la pena de muerte a toda persona que se encuentre cometiendo robos, violaciones, delitos contra las personas, malversación de dinero público y otros actos de corrupción”, firmaba el Comando Atila, que se hacía cargo de la muerte de Carrizo y del atentado contra su cuerpo. A las horas explotaría una bomba en la puerta de un familiar del muerto.

Por el hecho, en un principio, fueron detenidos 22 policías. A los días, Clarín informó: “Trascendió que los forenses a cargo de la segunda necropsia habían descubierto que al cadáver le había sido seccionada la cabeza”.

Mientras la Justicia tucumana iba liberando a los policías (solo dos terminarían procesados, aunque solo por apremios y no por la muerte. El día que les cambiaron la carátula un grupo de Policías recibió a los procesados en la puerta de los Tribunales y los ovacionó), en Buenos Aires pasaban cosas. Algo de todo eso puede leerse en el libro “Luis Valor. Mi vida”, de editorial Planeta. Allí, en la página 121, lo primero que hace es referirse a Carrizo. “Un hombre humilde, audaz; un señor ladrón”, lo describe. Y sigue: “Me enteré de su muerte, y lo que hicieron con su cuerpo, y decidí viajar a Tucumán con un muchacho. Estuvimos un día de cacería, buscando al canalla de Ferreyra. Pensábamos bajarlo de dos tiros y rajarnos. Era una locura porque yo nunca había matado. Nunca me manché las manos con sangre. Pero la muerte de Carrizo me había sacado de mis casillas. La cuestión es que el tipo andaba acompañado de su gente; era difícil tenerlo a mano y nosotros no teníamos tiempo porque ya nos buscaba la Policía por varios robos. Nos fuimos con las manos vacías. Siempre me quedó esa bronca…”

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María del Carmen Verdú, de CORREPI, habla de más casos atribuidos al Comando Atila, liderado por “Malevo”, que se suicidaría en 2008 frente a las cámaras de Crónica TV. “Tenemos varios casos registrados, como el del 10 de octubre de 1991, en Laguna de Robles, cuando mató a José “Coco” Menéndez, Hugo “Yegua Verde” Vera y Ricardo “El Pelado” Andrada, caso por el que fue condenado a perpetua. Se escapó del tribunal y después tuvo una reducción de pena a 20 años por decreto de (Antonio Domingo) Bussi. Anterior a ése es el de Hugo Quinteros, fusilado en un descampado el 24 de noviembre de 1989”.

Otro que buscó a Ferreyra y no pudo encontrarlo es uno de los hijos de Carrizo. Es el mismo al que se lo describe en una nota periodística de 1989. “No ha llorado una vez. Lo único que hizo durante la noche del velatorio fue acostarse al lado del ataúd y de vez en cuando golpearlo. Decía que el papá le iba a contestar”. Ese nene, que tenía cinco años cuando mataron a su papá, ingresó a un instituto de menores a los 12 años. Y hoy, con más de treinta años, preso en Tucumán por un homicidio, recuerda en una comunicación con Clarín: “Mi viejo era lo máximo; me crié traumado con su muerte. De grande lo busqué más de una vez para vengar lo de mi papá. Por algo no lo crucé. Son cosas de la vida…”.

La historia de Daniel como ladrón había comenzado en Córdoba. Dejó su provincia natal después de ser liberado de la cárcel por un error. Fue cuando un penitenciario cumplió con la orden de buscar a Daniel Carrizo y notificarlo de que el juez acababa de concederle la libertad. Lo que no sabía era que existían dos internos con el mismo nombre. Y que le dijo al otro. A las horas la Policía local allanó su casa, buscándolo. No lo encontraron. La única que los recibió fue su mamá; que ni bien se comunicó con su hijo le pidió que se entregara a la Justicia. Fue a fines de la década del ’70. Pero el prófugo no le haría caso. Empezó a viajar por Buenos Aires y Tucumán. Antes de todo eso había sido un chico de la calle que siempre hizo renegar a su mamá, que no aceptaba su vida. Su tío mucho menos: era militar.

Años más tarde sería detenido en Tucumán, otra vez por un escruche. Así se denominaba a la especialidad de entrar a las casas cuando sus dueños no se encontraban, para desvalijarlas. Con un destornillador y una pico de loro podía abrir cualquier puerta. En aquellos tiempos a muchos escruchantes también se los llamaba “nocheros”, ya que ingresaban a las viviendas por las noches. Robaban utilizando linternas, mientras sus víctimas dormían bajo el mismo techo.

Luego de cumplir tres años en la Unidad de Villa Urquiza, de San Miguel de Tucumán, regresó a Buenos Aires. Se mudó junto a su mujer y su hijo a una villa de San Martín. Ahí, junto a dos cómplices, siguió con los escruches hasta que la cárcel volvió a ser su destino. Los detuvieron en Villa Ballester y fueron a parar a la cárcel de Olmos. El primero de los otros no tenía antecedentes, y salió antes. A los 18 meses ya estaba afuera. Y mientras esperó a sus dos cómplices, se sumó a la Superbanda de Luis Valor y Cacho “La Garza” Sosa. Cuando Daniel y el otro asaltante recuperaron la libertad, les dieron un lugar en la banda.

Junto a un par de los integrantes de la Superbanda paraba en la villa Loyola, de San Martín. Después de cada robo, tras repartir el botín, metían los billetes chicos en una bolsa de arpillera. Más tarde se repartía todo en la villa. Llegó a vivir en Campo de Mayo, un barrio de muchos vecinos militares. Los medios de comunicación de la época lo relacionaron con el clan “Los Gardelitos”, pero su única vinculación era por la familia de su mujer. “Tuvo la desgracia de querer irse a Tucumán. Tenía 250 mil dólares fresquitos. Nos habíamos robado medio millón juntos”, recuerda uno de sus cómplices, desde un penal bonaerense.

A pesar de ese botín, y de los ruegos de su mujer, viajó a seguir robando a San Miguel de Tucumán. Una ciudad muy chica, en la que el Comando Atila se enteraba rápido de la llegada de ladrones de otras provincias.

Fuente: Clarín

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