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8 de junio: Día nacional de la patraña

Un día como hoy, de 2015, Cristina Fernández de Kirchner habló en la sede de la FAO en Roma y alcanzó la cumbre del relato K.

El 8 de junio de 2015 Cristina Fernández de Kirchner transitaba los últimos meses de su mandato y estaba abocada a lacrar el relato de su legado. El día anterior había visitado por última vez como Presidente al papa Francisco y ese lunes se presentó en la sede de la FAO para recibir una distinción algo tramposa. El organismo de las Naciones Unidas que se dedica a la lucha contra el hambre premiaba a 12 países en desarrollo que habían logrado mantener durante 25 años su tasa de malnutrición por debajo del 5 por ciento.

Era tramposa porque no parece gran cosa, para un país que produce alimentos para diez veces el tamaño de su población, mantener un nivel relativamente bajo de hambruna, incluso durante sus crisis recurrentes. Tramposa, también, porque la FAO tomaba como válidas las cifras oficiales de cada país durante ese cuarto de siglo, es decir, en el caso argentino, las del vapuleado INDEC.

Pero a la entonces Presidente argentina poco le importó que el período premiado incluyese los oprobiosos años 90 y la crisis de 2001 o que compartiésemos la distinción con naciones como Arabia Saudita, Barbados, Egipto o Kazajistán. Hábil para la perífrasis y la distorsión, Cristina transformó la distinción de la FAO en un reconocimiento personal-familiar para ella y su difunto esposo y, como tantas veces, pronunció un largo discurso argumentando que las trasformaciones impulsadas por los Kirchner desde mayo de 2003 habían hecho posible no sólo alcanzar aquel logro sino también convertir a la Argentina en «uno de los países más igualitarios del mundo».

 Sí, señor. Sin ruborizarse, Cristina Kirchner sostuvo un día como hoy, hace exactamente dos años, que el país donde la población en villas miseria no había dejado de crecer durante la «década ganada», el que orilla el puesto 100° en todos los rankings de desigualdad, en donde el paisaje urbano desnuda a cada paso las cicatrices de la inequidad, estaba cerca de cumplir el sueño marxista de la sociedad sin clases.

Para sostener aquella mentira, se apoyó en una falsedad mayor. La heredera del Presidente que intervino el INDEC cuando comenzó a mostrar datos que no le gustaban; la Presidente que, cuando aquello no alcanzó, ordenó que se dejara de informar cualquier estadística oficial sobre el nivel de pobreza; la mandataria cuyo ministro de Economía había justificado no hablar del número de pobres porque le parecía «estigmatizante«, decidió finalmente nombrar lo innombrable en ese foro de escala mundial. Allí, sostuvo que gracias a sus políticas, Argentina había logrado alcanzar «un índice de pobreza por debajo del 5 por ciento y una indigencia del 1,27%«. 

De golpe, nuestro país tenía menos pobres que Dinamarca, Noruega, Islandia o Finlandia. Y nosotros, incautos, sin darnos cuenta.

Nadie de su gobierno intentó enmendar a la Presidente, aclarar que se había tratado de un error y apagar el incendio con el menor daño posible. Por el contrario, como solía ocurrir durante los años del relato artificial, los funcionarios salieron presurosos a respaldar el disparate. El por entonces jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, respondió sin titubear ante la consulta de los periodistas: «Y sí, aunque no te guste y te cueste aceptar, tenemos menos pobres que Alemania» (los ingenuos teutones aceptaban tener un 16,7 % de pobres).

Para entonces, con el INDEC arrasado y amordazado, todas las mediciones privadas indicaban que la pobreza en Argentina había vuelto a subir y se acercaba otra vez al 30 por ciento, como a finales de las década del 90. Especialmente interesantes resultaban los datos del CEDLAS de la Universidad de La Plata, que desarrolló un sistema para estandarizar la medición de la pobreza de los distintos países de América Latina y hacerlas comparables.

 

De acuerdo con esos datos, la tasa de pobreza había caído continuamente durante la década 2006-2015 en todo el continente con excepción de Argentina, donde se cortó la curva descendente en 2011 para volver a aumentar. Para decirlo con todas las letras y aunque pegue de lleno en el corazón del relato K: la pobreza aumentó en la Argentina durante el segundo mandato de Cristina Kirchner, algo que no sucedió en otros países de la región.

Con todo, sería injusto culpar a la ex Presidente por el actual nivel de pobreza. Todos los gobernantes argentinos del último medio siglo tienen su cuota parte de responsabilidad. Cada uno falló a su modo en combatirla consistentemente y a largo plazo. Tampoco Mauricio Macri parece cerca de encontrar la clave, a pesar de su promesa de pobreza cero.

Pero ninguno como Cristina Kirchner decidió ocultar entre 7,5 y 9,5 millones de pobres (esa era la diferencia entre aquel 5% que mencionó esa tarde en Roma y los 25 a 30 puntos de las estimaciones de consultoras y ONG de diverso signo) para construir su relato.

Como dicen los viejos maestros, para corregir un error, el primer paso es reconocerlo. Pero aún hoy, la ex Presidente no ha reconocido nada y reaparece cada tanto para dar consejos sobre qué políticas deberían aplicarse para reducir aquello que no existía, pero ahora de repente sí.

Todos mentimos alguna vez. Los políticos mienten bastante seguido. Pero ocultar millones de pobres está en una escala superior, difícil de equiparar.

La Real Academia Española brinda dos acepciones para la palabra «patraña»:

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