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Alfredo Zecca renunció al Arzobispado de Tucumán
Según explicó, la decisión se debe a su estado de salud. “Tucumán necesita un pastor más sano y, por lo demás, nadie es imprescindible”, afirmó.
El arzobispo de Tucumán, monseñor Alfredo Zecca, de 67 años, presentó su renuncia por razones de salud y dijo que espera que sea aceptada por el papa Francisco, para seguir cumpliendo funciones en la Iglesia pero desde otro lugar.
En una carta dirigida a la comunidad diocesana, el prelado detalló los motivos de su decisión, pese a que podía continuar en el cargo hasta los 75 años como establece el Código de Derecho Canónico.
«Mientras confío en que el Santo Padre acepte mi renuncia, invito a todos a continuar, con el mismo entusiasmo y la misma fuerza, trabajando en las metas pastorales que, como presbiterio, nos hemos trazado. Yo, por mi parte, me comprometo a cumplir plenamente mis funciones de gobierno hasta que sea designado mi sucesor”, subrayó en la misiva.
El prelado reconoció que le costó tomar la decisión. «Estoy convencido, en conciencia, de que sería un egoísmo de mi parte que, dada la fragilidad de mi salud, por todos conocida, continuara con la conducción de esta Iglesia hasta los 75 años en que se invita a los obispos a presentar su dimisión”, agregó.
En otro pasaje, resaltó: «Tucumán necesita un pastor más sano y, por lo demás, nadie es imprescindible. Dios, en su providencia, hará que esta Iglesia reciba un pastor que, con más fuerza que las mías, pueda hacer frente a los ingentes desafíos que se nos presentan y que serán crecientemente exigentes en el futuro”.
Zecca fue elegido por Benedicto XVI el 10 de junio de 2011 y ordenado el 18 de agosto, en la catedral de Buenos Aires por el entonces cardenal Jorge Bergoglio, hoy el papa Francisco. El 17 de septiembre de 2011 tomó posesión como sexto Arzobispo de Tucumán (noveno diocesano).
Texto completo de la carta
A la Iglesia de Dios que está en Tucumán:
A todos ustedes, queridos hermanos, «gracia y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo” (2 Cor. 1,2).
El próximo 10 de junio se cumplirán seis años de mi elección, por parte del Papa Benedicto de XVI, como Arzobispo de Tucumán. El 18 de agosto siguiente fui ordenado Obispo por el actual Papa Francisco y, casi un mes después, el 17 de septiembre de 2011 inicié mi ministerio pastoral en esta querida arquidiócesis.
Traía frescas en mi memoria las palabras de la solemne oración de ordenación que, siguiendo el Pontifical Romano, el obispo ordenante principal repite, después de invocar la efusión del Espíritu que gobierna y guía: «Padre Santo, tú conoces los corazones, concede a este servidor tuyo, a quien elegiste para el episcopado, que sea un buen pastor de tu santa grey”.
Esto es lo que Dios le pide al Obispo: que sea un pastor que, configurado con Cristo, se entrega generosamente por la Iglesia que se le ha encomendado al tiempo que – viviendo profundamente el afecto colegial – se encuentra unido a sus hermanos Obispos y al sucesor de Pedro, cabeza del colegio episcopal y principio y fundamento perpetuo y visible de unidad. (cf. LG 23).
En los años en que he conducido esta Iglesia he procurado siempre ser, entre ustedes, lo que se me pide: un buen pastor. Ciertamente con los límites, errores y pecados, fruto de la fragilidad humana. Mi llegada a Tucumán y el tiempo que compartimos juntos han significado para mí una inmensa riqueza que agradezco a Dios en la persona de todos ustedes: sacerdotes, religiosos y religiosas, consagrados y fieles laicos. La vida académica había ocupado casi todo el tiempo de mi ministerio, más de cuarenta años en los que, aun no habiendo perdido nunca el contacto pastoral, no me fue posible ejercer el pastoreo en ese otro espacio más amplio que brinda una diócesis. La identidad, la cultura y la religiosidad de nuestro pueblo son de una riqueza y profundidad que dejo con dolor y que – no dudo – extrañaré. Pero la misma generosidad que se me exige en la entrega pastoral me ha llevado, por consejo médico, dado mi estado de salud – más precario de lo que aparenta a primera vista – a presentar al Santo Padre mi renuncia a la sede arquidiocesana de Tucumán. No ha sido una decisión ni fácil ni precipitada sino, por el contrario, largamente meditada y discernida durante los dos últimos años. Si no presenté antes la renuncia – desoyendo el consejo médico – fue sólo porque tenía el compromiso de la realización del XI Congreso Eucarístico Nacional cuya organización asumí, desde el primer día de mi llegada a esta bendita tierra tucumana, con entusiasmo y responsabilidad.
En febrero de este año el Papa Francisco tuvo la caridad de recibirme personalmente. Hablamos largamente sobre el tema y puse en sus manos la decisión. El se mostró, como siempre, cercano, comprensivo y afectuoso y dispuesto a considerar el pedido con la ponderación que merecía. Así, con fecha 19 de marzo, Solemnidad de San José, envié al Señor Nuncio Apostólico la carta formal de mi renuncia, que ahora hago pública, para que él la enviara al Papa por las vías correspondientes. Todavía no he cumplido 68 años y me siento con lucidez y fuerzas suficientes, y también con entusiasmo, para seguir sirviendo como Obispo a la Iglesia en otras tareas que no impliquen las tensiones inevitables en el ejercicio del gobierno pastoral de una Arquidiócesis compleja como Tucumán. Será el Papa quien, finalmente, decida, cuál será ese lugar.
Mientras confío en que el Santo Padre acepte mi renuncia invito a todos a continuar, con el mismo entusiasmo y la misma fuerza, trabajando en las metas pastorales que, como presbiterio, nos hemos trazado. Yo, por mi parte, me comprometo a cumplir plenamente mis funciones de gobierno hasta que sea designado mi sucesor.
La decisión que he tomado, con una cuota de dolor, tiene como único fundamento el amor que como pastor les profeso. Estoy convencido, en conciencia, de que sería un egoísmo de mi parte que, dada la fragilidad de mi salud, por todos conocida, continuara con la conducción de esta Iglesia hasta los 75 años en que se invita a los Obispos a presentar su dimisión. Tucumán necesita un pastor más sano y, por lo demás, nadie es imprescindible. Dios, en su providencia, hará que esta Iglesia reciba un pastor que, con más fuerza que las mías, pueda hacer frente a los ingentes desafíos que se nos presentan y que serán crecientemente exigentes en el futuro.
Con este espíritu los invito, queridos hermanos, a continuar en paz y armonía con nuestra tarea pastoral y a la confianza en que el Señor enviará a nuestra Iglesia un pastor según su corazón. Al mismo tiempo dispongámonos con generosidad a recibir, en el tiempo oportuno, al Arzobispo que el Santo Padre designe teniendo en cuenta las aleccionadoras palabras de San Cipriano: «¿qué es la Iglesia?. El pueblo unido a su obispo y la grey adherida a su pastor. Grabad, pues, bien, en la cabeza este principio: el Obispo está en la Iglesia y la Iglesia en el Obispo; si alguien no está con el Obispo, tampoco está con la Iglesia” (San Cipriano, Epist 66,8). Imposible hablar con mayor claridad. No importa, en el fondo, que el Obispo sea tal o cual. Hay que recibirlo con afecto, respetarlo y obedecerlo en todo simplemente porque es el Obispo y porque, en él, reconocemos la presencia de la Iglesia.
La cuestión de las personas concretas es, sin lugar a dudas, relativa. Al Obispo, como al Papa, no se lo acepta y obedece por motivos meramente humanos sino por fe. La unidad de la Iglesia, que se hace sacramento y se expresa de modo eminente en la Eucaristía presidida por el Obispo rodeado de su presbiterio y de los fieles, tiene como fundamento la fe y la caridad.
En el centenario de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima, pongamos nuestra Iglesia particular en sus manos y oremos para que ella, con su intercesión de madre tierna y amorosa, ilumine al Santo Padre en la elección del Pastor que me suceda.