Son amigos desde el colegio, él estaba grave y ella tuvo un gesto increíble: «Lo que hizo me devolvió la vida»
Hernán y Magdalena son amigos desde la adolescencia. El tuvo una grave enfermedad renal, necesitaba un trasplante y nadie en su familia podía ayudarlo. Hasta que apareció ella. En el Día del amigo, cuentan su historia.
Marzo de 1989. Hernán tiene 14 años, Magdalena, 16. Los dos van al mismo colegio: el San Pablo Apóstol, en Villa Devoto. Ella viene de repetir un año y acaba de pasarse al turno mañana, al que va él. Enseguida se hacen amigos. Todavía están en esa edad en la que no saben si la amistad terminará con el viaje de egresados o atravesará la vida.
Febrero de 2013. Hernán tiene 38 años, Magdelena, 40. Los dos tienen hijos que todavía van a la primaria. Acaban de entrar a la clínica, en Recoleta. Hernán llega grave. Magdalena, sonriendo. Tiene una razón: hace casi un año tomó una decisión que está a punto de concretarse. Va a donarle su riñón.
Magdalena Martínez (44) y Hernán Cullari (42) llegan juntos a la redacción de Infobae. El ya no tiene la piel amarilla ni los brazos castigados por tantos años de diálisis. Ella sonríe y lo abraza, una vez y otra vez. Más que de ella, parece orgullosa de sus engranajes: dentro de ese cuerpo que abraza hay un riñón que le pertenecía y que está haciendo un trabajo perfecto.
Es él quien arranca: «Mi mamá tenía poliquistosis renal y sabíamos que podía ser una enfermedad hereditaria. Cuando cumplí 26 años me confirmaron que yo, efectivamente, la había heredado», cuenta. Habla de un trastorno en el que se forman múltiples quistes en los riñones, «que van creciendo y creciendo y te van aprisionando. De hecho, cuando me hicieron el trasplante, mi riñón pesaba tres kilos».
El panorama no era alentador: su mamá había entrado en diálisis a los 50 años y, seis meses después, había muerto de un paro cardiorrespiratorio. Daniel, uno de sus hermanos, también había heredado la enfermedad.
Hernán era joven y ya trabajaba en la fábrica de calzados de su papá: «Un día, hice un mal esfuerzo y se me reventó un quiste. Me indicaron hacer reposo absoluto pero yo no me cuidaba mucho: esperaba 3 o 4 días a que dejara de sangrar y me iba a laburar. Hasta que un día me desplomé. Mi señora me cargó y me llevó a la clínica». Tenía una anemia tan potente que pasó un mes y medio internado. La caída libre ya había comenzado.
Durante el año que siguió, perdió casi la totalidad de su función renal. «Hasta que llegó un momento en que no servía para nada. No podía caminar, me mareaba, estaba cinco minutos parado y me agitaba, me tiraba al piso para no desmayarme. Todo el tiempo así», cuenta. Seis meses después y mientras festejaban el Día del padre, Hernán tuvo un infarto. Tenía dos hijos: una nena de 12 años y un varón de 8.
«Me operaron infartado. Ahí le dijeron a mi familia que ya estaba en riesgo mi vida», sigue. Al día siguiente de la cirugía entró en diálisis. «Me empecé a sentir mejor pero era un tortura». El Dr. Gustavo Laham, médico nefrólogo, miembro del equipo de trasplante del Cemic y de la Sociedad Argentina de Trasplante (S.A.T) le da la razón.
«Los pacientes que tienen que hacerse hemodiálisis tienen una calidad de vida mala, porque dependen de una máquina para poder vivir. Tienen que conectarse tres veces por semana y estar ahí 4, 5 horas. Cuando salen están cansados, muchos no pueden ir a trabajar, hacer una actividad, estar con su familia», explica a Infobae.
Los pacientes en diálisis no tienen demasiadas opciones: si no cuentan con un familiar que se atreva a donarles un riñón y que además sea compatible, entran en la lista de espera de donantes cadavéricos (que tiene, en promedio, un tiempo de espera de entre 5 y 7 años). Hernán ya había perdido a su mamá, su papá tenía diabetes y su hermano estaba tan enfermo como él. Su esposa era la única opción que le quedaba: los estudios dijeron que no. No eran compatibles.
Y es acá donde Magdalena entra en escena. «Fue un domingo, me acuerdo. Fui a una pizzería y me encuentro con la señora de él, que también había sido compañera del colegio. Le pregunté cómo estaba Hernán y me dijo que mal. Me contó que necesitaba un trasplante de riñón y se puso a llorar. Yo no sé bien por qué pero ahí mismo le dije: ‘bueno, quedate tranquila, yo le doy el mío».
Cuando Hernán se enteró dijo: ‘bue, está bien, dejala, ya se le va a pasar’. Pero Magdalena empezó a llamarlo por teléfono. El le decía «¿pero vos estás segura?», «¿y si algún día lo necesita uno de tus hijos?», «tomate tu tiempo, hablalo con tu familia». Ella le contestaba: «A ver, mi riñón es mío y con mis órganos hago lo que quiero». Magdalena se ríe de ella misma. Después, explica: «Lo que pasa es que yo nunca tuve dudas. Yo pensaba: si estuviera en su lugar, enferma y con dos hijos chicos, ¿qué habría querido que me pasara?».
Su mamá fue una de las últimas en enterarse. «Ella tiene un Centro de Jubilados y yo crecí viendo cómo le daba una mano a cualquiera que le tocara el timbre. Cuando le dije, se quedó en silencio y asintió con la cabeza. Me di cuenta de que tenía miedo, como cualquier mamá, pero estaba orgullosa de lo que había dejado en mí», se emociona Magdalena. Hubo un último dato que funcionó como señal: los estudios mostraron que la compatibilidad entre ellos era casi absoluta.
Comos los donantes vivos sólo pueden ser familiares directos del paciente, tuvieron que presentar un amparo judicial para que los autorizaran. «La Justicia tiene que comprobar que no hay dinero por detrás, que te está dando su órgano de corazón», explica Hernán.
Por eso, salieron a buscar testigos de la amistad. Consiguieron más de 15, entre ellos, compañeros del secundario, el director de la escuela de aquella época y el cura de la parroquia. Las pocas fotos que rescataron entre los álbumes de todos funcionaron como evidencia.
También intervinieron asistentes sociales, el juzgado de menores (porque ella tenía hijos chicos) y representantes del INCUCAI. El 29 de diciembre de 2012 -cuando Hernán ya llevaba dos años en diálisis-, llegó la noticia: la Justicia los había autorizado a hacer un trasplante entre amigos.
En febrero, 10 meses después de que Magdalena dijera ‘yo le doy mi riñón’, entraron al quirófano. «Ella llegó feliz. Yo llegué arrastrándome, tumbado. Después me estabilizaron y volví a caer en la cuenta cuando me desperté. Fue increíble, es difícil de entender si no te pasó: oriné, hacía un año y medio que no orinaba», cuenta él. En la habitación de Magdalena, sus amigas montaron un festejo. Acababa de concretarse uno de los 2.500 trasplantes de órganos y tejidos que, según la S.A.T, se hacen cada año en el país. Hernán volvió a tener una vida normal, como cuando se conocieron en el secundario. Y, desde entonces, hubo dos trasplantes más en su familia: su hermano Daniel recibió un riñón de su esposa; su papá recibió el de su hermana. «La relación cambió completamente. Ahora Magda y nosotros, sus hijos, mis hijos y mi mujer, somos familia», cierra Hernán. «Es otra cosa. No sé si alguna vez voy a encontrar una forma de agradecerle. Lo que hizo me devolvió la vida. Me dio vida, como si hubiese sido mi madre».