En el país se roban autos, celulares y mercadería por US$ 1200 millones
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Desde hace años, la Argentina tiene los peores índices de América latina; prácticamente todo lo robado se vende en circuitos ilegales, en ferias y por Internet; funcionarios y expertos coinciden en que el fenómeno se explica por la «tolerancia social» al delito.
Hoy, ahora, a cientos de personas les están robando el teléfono celular, ladrones de autos recorren las calles en busca de su presa y un camión está a punto de ser saqueado por piratas del asfalto. No es la escena de un policial de superacción. En la Argentina se roban, cada día, 4764 celulares (más de tres por minuto), 160 autos y 3,5 camiones.
En número de homicidios, el país tiene buenas calificaciones en América latina: figura en el tercer pelotón, lejos de los que encabezan el ranking. Pero en robos no le gana nadie. Su tasa, desde hace años, es de 1100 casos cada 100.000 habitantes (y sólo se denuncia el 20% de los hechos), frente a un promedio regional de 316. En el GPS de la inseguridad es zona de catástrofe.
Los expertos sostienen que no se trata sólo de delincuencia mal controlada, sino de un fenómeno de raíz social y cultural. Casi todo lo que se roba es reducido, es decir, sale a la venta para que se convierta en dinero. Muchas veces en forma consciente, miles, millones de argentinos compran a diario en ferias, locales, desarmaderos, estaciones de trenes o por Internet productos y mercaderías que provienen del delito. La gente es el último eslabón de la cadena y la que impulsa con su demanda el accionar de las bandas que asuelan las calles. «No se roba lo que no se vende», dice Víctor Varone, abogado penalista de empresas y especialista en piratería del asfalto.
No hay forma de recorrer la multitudinaria feria de Solano, en el límite de los partidos de Quilmes y Almirante Brown, sin que salte a la vista que gran parte de lo que se ofrece allí es de origen más que dudoso. De hecho, es conocida como «la feria del robado», al igual que la de la avenida Olimpo, en Lomas de Zamora. Altar de la informalidad y atracción para decenas de miles de personas, la feria de Solano no para de crecer y hoy se extiende a lo largo de más de 30 cuadras, en las que se puede encontrar de todo (nuevo y usado) y a precios insólitos: una bicicleta de carrera sin estrenar a 4500 pesos, una caja de herramientas importadas de 40 piezas a 3000 pesos, una antena de DirectTV y su decodificador (para usar con tarjeta) a 200 pesos, bombachas de campo Pampero nuevas a 400 pesos y, en una suerte de góndola, alimentos envasados y de marca a menos de la mitad de su precio.
«Ojo, no todo es afanado», se ataja Bruno (45 años, cuatro en la feria), que vende chucherías en una lona tendida sobre la vereda.
En el área de los puestos más estables, con largas mesadas y toldos, los locales de ropa cubren lo que está a la vista con redes. «Te das vuelta un segundo y te chorean», protesta Walter, que vende productos Adidas originales y nuevos. Con toda seguridad, robados.
«Comprar lo que se sabe o se sospecha que es robado demuestra una tolerancia social frente a ese delito y explica su expansión -dice Diego Gorgal, un politólogo experto en temas de seguridad-. Si en la Argentina proliferan los mercados ilegales es porque a mucha gente, con tal de pagar menos, no le importa de dónde viene lo que compra.»
Los especialistas advierten que el problema es complejo, porque no todo es blanco y negro: las fronteras entre legalidad e ilegalidad muchas veces son difusas. Las mercaderías robadas no sólo van a parar a circuitos de comercialización informales o marginales, como la feria de Solano. «Supermercados chinos y otras cadenas chicas venden muchas cosas que les llegan de los piratas del asfalto. Los que compran ahí no tienen ni idea de que eso es afanado. Pero si ven algo demasiado barato, que sospechen», dicen en el Ministerio de Seguridad de la Nación.
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Según Marcelo Bergman, director del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Seguridad y Violencia, de la Universidad de Tres de Febrero, el crecimiento del delito en América latina tiene que ver con la mayor demanda de productos robados: «Los deciles 1, 2 y 3 mejoraron sus ingresos en la última década, pero todavía no les alcanza para ir a los grandes supermercados o shoppings, para acceder a las mejores marcas. Entonces van a las ferias de robados, a los mercados ilegales».
Por acción u omisión, otro activo jugador es el Estado. Desde las autoridades, que permiten la existencia de esas ferias, hasta la policía, que libera zonas para el asalto de autos o camiones, son partícipes necesarios del delito. Hace años, una persona que había hecho desaparecer su auto para poder cobrar el seguro se presentó en una comisaría de Vicente López a denunciar que se lo habían robado. Cuando le preguntaron dónde había sido, descubrieron que estaba mintiendo. La policía manejaba ese mercado: sabía perfectamente cuál era el área del partido en la que permitía operar.
«Para mis investigaciones sobre robo de autos entrevisté a intendentes y policías. Lo que surge es que hay un contubernio entre gobiernos, policías y criminales. Es un delito que muchas veces está asociado a la necesidad de los políticos de hacer caja», dice el sociólogo y doctor en Ciencias Políticas Matías Dewey, uno de los mayores estudiosos de los mercados ilegales en la Argentina.
Objeto del deseo
Chiquitos, valiosos y cada vez más buscados: los teléfonos celulares ya son una de las estrellas mayores en el firmamento de la delincuencia argentina y también en la región. En el Ministerio de Seguridad de la Nación, los funcionarios que siguen este activísimo mercado se ilusionan con el hecho de que las cifras de robos están en leve baja, gracias especialmente a la obligación de bloquear en forma automática la línea después de la denuncia. Pero admiten que siguen siendo dramáticas: 4764 por día, 143.000 por mes, 1,7 millones por año (en 2015, 1,8 millones). A un valor promedio de reposición de 450 dólares por unidad, según fuentes de la industria, representa pérdidas -técnicamente, «costo social»- por unos 750 millones de dólares al año.
En el país y en el mundo, robar un celular es muy fácil: suelen ser arrebatos en la vía pública. Le pasó días atrás a Catalina, de 15 años, que al salir del colegio en Villa Devoto sacó el teléfono para llamar a su madre. Segundos después se lo habían arrancado de la mano. No es un descuido de adolescente: recorre todas las edades. «Nadie deja 10.000 pesos sobre la mesa de un bar mientras toma un café, ni los lleva en la mano a la vista de todos, ¿no? Bueno, eso hace la gente con los teléfonos», dicen en el Enacom (Ente Nacional de Comunicaciones). El principal mercado es la Capital y el GBA, con el 55% de los casos de todo el país.
Para robar un celular sólo se necesitan arrojo y piernas rápidas. Un joven que hace dos meses fue detenido in fraganti en Once contó que por robar cinco celulares ganaba 3000 pesos por día. «Hay que correr, pero es buena guita», dijo. Esos chicos trabajan para los «bolseros», que a su vez suelen ser proveedores de organizaciones más grandes, multinacionales del delito. Si el dispositivo es de gama media o baja queda en el país, y se los encuentra en «cuevas», estaciones de trenes e Internet, entre otros muchísimos lugares. Hasta van a parar a locales oficiales. Es posible incluso que el propio comerciante no conozca el origen.
Más fácil aún que robarlos es venderlos, por su altísima demanda, incentivada en el país porque ciertos modelos o tardan en llegar o son muy caros. Con los años, el delito se volvió absolutamente internacional: la mayor parte de los aparatos de alta gama (con un código de identificación, el IMEI, virtualmente inviolable) robados en la Argentina no se venden acá, donde están bloqueados, sino en otros países de la región y en mercados lejanos de África y Europa del Este. Y los usados que se venden localmente en general han sido robados fronteras afuera, con Perú, Colombia, Brasil y Chile a la cabeza.
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«El problema es que en América latina las políticas son desparejas -explican en el Enacom-. La mayoría de los países bloquea los teléfonos robados en su territorio, pero no todos bloquean los robados en otros países. Nosotros, desde hace unos meses, bloqueamos todos, también los de afuera. Por eso está habiendo problemas con mucha gente que compra, acá o afuera, teléfonos robados, a veces sin saberlo porque están impecables y el precio no es muy inferior, y un par de días después se les cae la línea.»
¿Desaparecerá el delito cuando todos los países bloqueen las líneas de celulares robados? Los expertos dicen que no. Mutará. Probablemente derive hacia «desarmaderos», para constituir un mercado de repuestos mucho más baratos que los oficiales. «Cualquiera al que se le haya roto la pantalla de su iPhone sabe lo que cuesta reponerla», dice un técnico del Enacom.
Fuentes de las operadoras de telefonía celular consultadas para esta nota no respondieron. Un experto en fraude que trabajó en una de ellas explica que si bien no tienen nada que esconder, rehúyen el tema: «Les resulta incómodo, quizá por una cuestión de imagen. No quieren hablar de eso».
Un gallo para Esculapio puede ser vista como lo que es, una ficción dramática, y también como una certera crónica sobre el feroz submundo de los piratas del asfalto. Flagelo de camiones y camionetas, son los grandes proveedores de mercados ilegales, y también legales, de los más diversos rubros. Es una maquinaria aceitada que no se detiene. «Son clanes, familias, tipos pesados que usan tecnología sofisticada y armas largas, y si tienen que tirar a matar, ni lo dudan», dice Rodrigo Bonini, director nacional de Investigaciones del Ministerio de Seguridad. Hace un mes, el padre de un fiscal que investigaba a una de esas organizaciones recibió un mensaje muy claro: «Decile a tu hijo que va a terminar como Nisman».
«Una mañana iba por una avenida de Quilmes con el camión recién cargado, y cuando paré en un semáforo, de pronto me veo a dos tipos, uno en cada ventana, encañonándome. Yo iba sin culata [auto de custodia]. Me corrieron del asiento, me tiraron al piso y manejaron ellos hasta una calle de tierra que estaba cerca. Ahí pasaron casi toda la carga a dos camionetas, me dejaron maniatado y se fueron», cuenta Oscar F. (36 años, dos hijos), chofer de un viejo Scania que transportaba alimentos.
Entre julio de 2016 y julio de este año, se reportaron 1282 casos, a razón de 3,5 por día, lo que marca una pequeña caída respecto del período anterior (1314 casos), según el último informe de la Mesa Interempresarial de Piratería del Asfalto, que agrupa a toda la cadena logística: las empresas que aportan la carga, transportistas, compañías de seguro, custodias, fuerzas de seguridad y fiscalías especializadas.
Creada hace nueve años por los abogados Gabriel Iezzi y Víctor Varone para hacer frente a un fenómeno que ya había adquirido niveles alarmantes, la entidad sostiene que por robo de mercadería y de unidades y merma en las ventas, las pérdidas anuales se elevan a 250 millones de dólares. Esa suma no contempla los gastos en custodia, tecnología (sistemas de alerta, botón de pánico, rastreo satelital) y seguros.
«Es un delito organizado, con estructuras celulares, independientes entre sí, que se juntan para una operación. Está el gatillero, el chofer, los informantes… Un buen dato, por ejemplo, que de tal lugar y a tal hora va a salir un camión con electrodomésticos, se paga entre 30.000 y 40.000 pesos», dice Varone. «También hay bandas chicas, sobre todo en el sur de la ciudad, que hacen operaciones rápidas, más sencillas. Mayoritariamente son gitanos.»
No existen muchas bandas grandes -no más de 10 o 12, según los investigadores-, pero son poderosas y se han ganado fama de ser verdaderos «empresarios del delito». A la cabeza está el reducidor, que recibe la mercadería, la «stockea» y la vende. Tienen depósitos, sistemas de comercialización y distribución, contadores y hasta facturas truchas. Incluso se descubrió una cueva que recibía cheques, para no tener que estar manejando tanto efectivo. Los alquileres de galpones se hacen por tiempos breves, y también rotan el personal que contratan. Meses atrás, escuchas telefónicas revelaron cómo hacía una banda para disfrazar una operación que estaba montando: «Che, el partido se juega mañana, a las 9. Necesito un arquero, dos defensores y un delantero, ¿OK? ¿Entendiste todo? Después nos juntamos en lo de Carlitos a comer un asado».
Como lo refleja el sórdido clima en el que se mueven Esculapio y sus hombres en la serie top del momento, el de los piratas del asfalto es, al mismo tiempo, un mundo de traiciones, engaños y complicidades. El delito se alimenta de policías que liberan zonas, entregadores, delatores, y de camioneros y hasta personal de seguridad que se asocian a las bandas. Una tabacalera que sufría ataques a sus transportes descubrió que estaban involucrados 20 custodios de la propia empresa.
El informe de la Mesa Interempresarial precisa que hay más robos a camionetas (75%) que a camiones (25%), y que los blancos preferidos son alimentos y bebidas (35%), electrodomésticos y electrónicos (26%) y textil e indumentaria (15%). El 52% de los ataques tiene lugar durante la carga o descarga, y la Capital y la provincia de Buenos Aires concentran el 80% de los casos.
El 20% del interior muestra que mientras que en el área metropolitana las cifras bajan un poco, en las provincias crecen. «Acá estamos trabajando muy bien con las fiscalías que se crearon para combatir este flagelo -dice Iezzi-. Hoy, el 82% de los hechos están judicializados, con un significativo número de imputados, indagados, prisiones preventivas y condenas. Además, hay un dato poco conocido: los asaltos que se evitan ya superan los que se concretan.»
También la política mete la cuchara: las estadísticas muestran que los robos a camiones crecen durante las campañas electorales. «Mercadería para que distribuyan los punteros», sospecha un investigador.
De autos a cenizas
A la vera del Reconquista, en el partido de San Martín, parte del paisaje permanente son cascos quemados de lo que alguna vez fueron autos. Ese cementerio de fierros -como otros cientos o miles en todo el país- es muchas veces el punto final, el último eslabón de una cadena que empezó con una persona que dejó estacionado su auto en la calle y que al volver no lo encontró.
El robo de vehículos en la Argentina no necesita de brotes verdes: ya es una industria consolidada que provoca pérdidas por reposición de unidades por 200 millones de dólares anuales. La cifra no contempla la sustracción de partes, un fenómeno en expansión. Hoy se roban 255.000 piezas al año. Allí reinan las ruedas: 23.000 por mes.
Tanto en el sector público como privado hablan de una tendencia a la baja desde 2015 en el número de autos robados (el año pasado, 0,8% menos), pero en volúmenes todavía preocupantes: en 2016 fueron 55.000 (según Cesvi, el desarmadero legal creado por nueve aseguradoras) o 66.000 (según la Superintendencia de Seguros de la Nación), y sólo se incluyen las unidades que no se recuperan (60%). La disparidad de datos, admiten todos los sectores involucrados, es un problema que está lejos de resolverse. Ni siquiera hay precisión sobre el costo en vidas: los números de 2015 hablan de «entre 400 y 600» personas. Sí se sabe que de cada 10 homicidios de policías, ocho ocurren en ocasión de robo de vehículos.
Auto que desaparece, auto que -con pocas excepciones- va a parar a un desarmadero, una de las maquinarias más eficientes de la delincuencia argentina, proveedora de la gran industria de repuestos ilegales. Entre la Capital y el conurbano hay cientos de esos talleres, varios en villas, que en una hora o incluso menos hacen un desguace completo. Este año robaron un Mercedes-Benz en Pilar. Una empresa rastreadora lo encontró tres horas después en Chacarita, dentro de una Trafic: ya lo habían desarmado.
«Es muy sencillo entender el fenómeno -explican en una de las compañías aseguradoras líderes-. Pongamos que alguien compra un auto, denuncia que se lo robaron, lo desarma entero y lo vende por piezas. Recibe mucha más plata de la que puso y además cobra el seguro.»
Los desarmaderos pagan, en promedio, unos 1000 dólares al que robó el auto, y después venden las partes por 3000 dólares. Se trabaja mucho por demanda. En ciertos locales de la calle Warnes, y no sólo allí, si se presenta un cliente buscando repuestos de Gol, probablemente le pedirán un par de días para conseguirlos. Poco después saldrá alguien a la calle a la caza de un Gol.
En Cesvi y en el Ministerio de Seguridad afirman que la caída en el número de robos se debe a un mayor control policial, especialmente en el área metropolitana, a los operativos contra desarmaderos ilegales y a que los autos tienen tecnologías antirrobos cada vez más eficaces.
No pocas voces advierten que con una acción punitiva no alcanza, porque se mantienen situaciones sociales y económicas de las que se nutre el delito. Incluso la industria automotriz es puesta en la mira: «Los repuestos oficiales son extremadamente caros, y hay casos de modelos que se lanzan al mercado prácticamente sin repuestos», dicen en el Ministerio de Seguridad.
En la feria de Solano, un puestero que vendía de todo, desde pestañas postizas hasta una butaca de Siena, hizo una mueca ante la pregunta sobre el origen de la mercadería. Su respuesta parece explicar, desde el llano, la existencia de los mercados ilegales. «Acá vienen, me compran baratito y se van felices. Y además hago felices a mis hijos, porque esto me da para el puchero.