La invasión ya es total y las tropas de Putin avanzan en medio de explosiones.
Hay olor a pólvora, a quemado, llovizna y el termómetro marca tres grados. Y nadie aún puede creer lo que está pasando. Después de semanas de idas y venidas, amenazas, alertas, informaciones de inteligencia que luego no se cumplían, los ucranianos, acostumbrados a eso que su presidente, Volodimir Zelenski, muchas veces llamó “histeria”, se toparon con la peor realidad, cuyas consecuencias pusieron en alarma al mundo.
La invasión del país ya es total, ya que las tropas rusas están entrando desde Bielorrusia, en el norte, y desde la península de Crimea, en el sur, sin contar que ya se encuentran en la región del Donbass, en el este.
Los ucranianos se habían despertado a las cinco de la mañana con el fragor de explosiones -misiles lanzados contra objetivos militares de las afueras de la ciudad, que provocaron columnas de humo negro- y el ruido de las sirenas anti-aéreas que llamaban a la población a refugiarse. El fantasma más temido, el de una guerra verdadera (no psicológica como fue hasta ahora), de una invasión, de repente se volvió una cruda y dramática realidad, que nadie sabe si puede llegar a ser la antesala de una deflagración mundial sin precedente.
Mientras miles de personas, en pánico, que rápidamente cargaron los baúles de sus autos con valijas preparadas desde hace semanas, escapaban de la ciudad hacia el oeste del país y la televisión mostraba imágenes de varias avenidas congestionadas, en el centro de Kiev reinaba un ambiente surrealista. Sus grandes avenidas de edificios de estilo monumental estalinista, con sus iglesias de cúpulas doradas, lucían espectrales. Poquísimo tránsito, negocios vacíos, clima de terror.
En la emblemática Plaza Maidan, de la Independencia, protagonista de la rebelión popular que en 2014 hizo que Ucrania optara por estar del lado del Occidente democrático, sólo se veían periodistas con chalecos antibalas y cascos, transmitiendo en vivo algo que nadie jamás pensó que pudiera llegar a ocurrir realmente.
Esa famosa revolución, también llamada “EuroMaidan”, fue el origen remoto de esta guerra en el corazón de Europa: hizo que Vladimir Putin, para vengarse de esa traición, empezara su agresión contra Ucrania anexando la estratégica península de Crimea primero y luego azuzando la insurrección de la zona prorrusa del Donbass, que derivó en una guerra de baja intensidad desde hace ocho años y que ya cosechó más de 17.000 muertos. Una de esas guerras olvidadas del planeta, que hace unos meses volvió a ser noticia porque el mandatario ruso amasaba armas y tropas a su alrededor. Más allá de esfuerzos para alcanzar una solución diplomática que cayeron en vano, finalmente el lunes pasado, luego de reconocer la independencia de las autoproclamadas repúblicas populares de Lugansk y Donetsk, el “zar del siglo XXI” envió “tropas de paz”, reclamadas por estas entidades tras la supuesta agresión militar de Ucrania. Fue el pretexto para dar rienda suelta al objetivo verdadero: la desmilitarización de toda Ucrania, exrepública soviética considerada por Putin una amenaza para su seguridad.
“Putin es como Hitler, un hombre de poder que al final va a terminar muy mal”, asegura a LA NACION Serguey, una de los pocos seres vivientes que encontramos en el centro, en la cola que hay frente a una farmacia. Como la mayoría de los casi tres millones de habitantes de esta capital que no huyeron, Sergey, que trabaja para una empresa estadounidense, no irá a trabajar hoy sino que se quedará encerrado en su casa, tal como pidió el presidente, Volodimir Zelenski, poco después de comenzado el ataque a escala masiva. Una consigna contradictoria porque en una posterior aparición Zelensky, excómico, sin corbata y barba crecida, llamó a la población a tomar las armas para salir a defender el país y donar sangre para los combatientes. Aunque la información es confusa, ya se empiezan a contar decenas de muertos.
Treinta y ocho años, campera roja, ojos celestes Serguey, ingeniero informático que cuenta que vive a 100 metros de la farmacia, dice que salió a comprar calmantes para su mujer. “Creo que todos los que estamos en esta cola buscamos algo para tranquilizarnos”, dice en perfecto inglés.
“Tratamos de tener paciencia, pero es difícil”, comenta. Como la mayoría, ante la pregunta de qué espera que pase ahora, levanta los brazos. “No sé qué decir, los militares están combatiendo. Lo único que sé es que Putin es como Hitler y que los dictadores nefastos como Hitler siempre terminan mal”, agrega.
También hay cola en un cajero automático. El metro, que en muchos barrios de la ciudad se ha vuelto un refugio de decenas de familias, es una de las pocas cosas que siguen funcionando. Por supuesto son pocos los que se ven utilizándolo, probablemente trabajadores esenciales. Los quioscos subterráneos -parecidos a los que se ven debajo del Obelisco- que normalmente pululan de personas y que anteceden la entrada del subte, están todos vacíos, salvo increíblemente algunos que venden café al paso y flores frescas bellísimas, de varios colores. ¿Quién puede pensar en comprar y regalar flores mientras están invadiendo el país, mientras hay guerra?
Vera, abogada, salió con su madre a buscar algún supermercado abierto para comprar agua y, de paso, pasear a su perro. También ella fue despertada a las cinco de la mañana por el ruido de la explosión que significó un giro dramático a este juego de guerra híper sensible, que no sólo involucra rusos y ucranios, sino a todo el mundo. “Tenemos que hacer lo que dice el presidente, mantener la calma”, dice en inglés, con un rostro que refleja todo lo contrario. Su madre, al lado, no puede ocultar ojos llenos de lágrimas. “¿Estamos en el siglo XXI, tuvimos dos guerras mundiales y está pasando esto? Es imposible”, comenta.
Sigue lloviznando, nubes de humo negro se levantan en el cielo a lo lejos, huele a quemado. Es el resabio del fuego y de los ataques que hubo contra blancos militares de las afueras de la ciudad, preludio de la invasión total.
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