Artyn Elmayan a los 100 años juega al tenis los martes y jueves, si no llueve…
Y también algún sábado y domingo. Incansable, nació en un mundo en llamas (el genocidio armenio), llegó a Buenos Aires a los 21 años, y empuñó su primera raqueta… ¡a los 39!
El hombre que cada martes y jueves, si no llueve, baja del tren en la estación Ciudad Universitaria y camina hasta el estadio de River, es un milagro.
Ya estaba en el mundo cuando los Estados Unidos entraba en la Primera Guerra Mundial, en Rusia se encendían los fuegos primigenios de la revolución bolchevique, y en Buenos Aires, Carlos Gardel cantaba por primera vez «Mi noche triste», inaugurando el tango–canción. «Percanta que me amuraste / en lo mejor de mi vida…» Etcétera.
Llega al estadio con poca carga. Una raqueta, un tubo de pelotas, una botella de agua. Es –no hay duda posible– un jugador de tenis. Pero sus documentos delatan que nació… el 5 de abril de 1917.
Algo no cierra. Si el documento no miente, el hombre tiene 100 años. Un siglo cumplido.
¡Pero juega al tenis! Creáse o no. Y no hay error en el documento…
Nombre: Artyn Haroutiun Elmayan.
Tenía apenas dos años cuando el genocidio turco contra Armenia –una matanza incesante entre 1915 y 1923– se llevó la vida de su padre. Quedó apenas con el frágil sostén de su madre y su hermana, que lo pusieron en manos de una tutora inglesa. Su nuevo país: Líbano.
A sus 21 años, ya en Siria, subió a un barco con proa a Buenos Aires. Pero no a una aventura. Azniv, su hermana, ya vivía en La Reina del Plata.
Casada y habitante de Valentín Alsina, trabajaba en una fábrica de calzado. Artyn era peluquero en Siria, pero la sangre se impuso: hermano y hermana tenían que encontrarse…
Periplo más sereno que el largo viaje por mar y la llegada a un mundo nuevo: vivió en Puente Alsina (donde Borges imaginó cuchilleros impíos), en Barracas –no menos célebre y reo–, y un soplido antes de 1950 recaló en Boulogne. Hasta hoy, su módica y nueva patria…
Progresó, como tantos inmigrantes, sin esquivar el bulto ni pedirle limosna al Estado. Fue dueño, por medio siglo, de una tienda de uniformes para escolares.
Sintió por primera vez la textura de un mango de paleta: preludio de las muchas raquetas que lo acompañarían a una alta edad, desde los 39 años. Cuando muchos están retirados…
Pero al caer de la bicicleta se quebró una muñeca, y prefirió afiliarse a la sutileza del tenis a cambio del vértigo de la pelota a paleta. Tenía, entonces, 56 años.
Se hizo socio de River. Y ya es vitalicio.
Se hizo hombre de familia. Luisa, su mujer, lo acompañó hasta el año pasado. Se fue de este mundo a los 91. Le queda su hija, Elisa, y sus nietos.
Pero el tenis «y su sutileza» no fueron pura recreación. Representó a River en torneos clase Senior. Supo cómo era competir fuera del país. Alcanzó (¡a esa edad!) la categoría +85.
Casi treinta copas decoran su casa.
Los más viejos del club de la banda sangre –cómo lo llamaba un prohombre del periodismo: Juvenal– recuerdan su sobrenombre: Motoneta… No es necesario explicar porqué. Basta decir que parecía tener genes de guepardo, el animal más veloz del planeta.
Mientras desgrano su historia llega al estadio, al vestuario, a la cancha de tenis. Dejó de fumar hace ocho décadas. Sólo porque «es todo un caballero», según la gente de River y la de off River, puede uno creer que ese hombre todavía ágil, elástico, sin los penosos signos de la vejez, no finge su edad.
Se mueve, pelotea, no se fatiga, y después caminará hasta la estación Ciudad Universitaria para zarandearse hasta Boulogne en un tren seguramente atestado.
Phillip Roth, el enorme escritor norteamericano y eterno candidato al Nobel, ha dicho y escrito que «la vejez no es una enfermedad: es una catástrofe».
Pero al menos hay un hombre en el mundo que lo desmiente.
Artyn Haroutiun Elmayan.
Que se duerme.
Ojalá el sueño le sea propicio.
Que no lo asalten los horrores que le mataron a su padre.
Que se vea, copa en mano, celebrando un campeonato.